1 Corintios 9:14 (Reina-Valera 1995) Así también ordenó el Señor a los que anuncian el evangelio, que vivan del evangelio.
Hemos hablado mucho sobre el diezmo y la ofrenda, y también conocemos numerosos casos—más de los que quisiéramos—de pastores o religiosos que han convertido en hábito el pedir cada vez más recursos para la “obra”.

Es innegable que predicar el Evangelio en estos tiempos demanda grandes esfuerzos económicos, especialmente cuando aquel que sirve no tiene del todo claro cómo hacerlo. Esto se vuelve aún más complejo si intenta obrar por sus propias fuerzas.
Así, encontramos hermanos que dedican su vida a alimentar los proyectos de líderes, maestros o pastores, pero cabe preguntarnos: ¿Está Dios realmente de acuerdo con esto?
Por otro lado, también vemos fieles siervos de la fe que trabajan incansablemente y que, como Pablo, eligen vivir en condiciones precarias para evitar críticas que pudieran restar valor a su mensaje. Sin embargo, afirmo con certeza que Dios no desea esto para sus siervos.
La obra del Evangelio ya es suficientemente desafiante sin que, además, tengamos que lidiar con casos de enriquecimiento excesivo de unos y la extrema necesidad de otros. ¿Cómo se mide entonces lo correcto?
En realidad, la respuesta es más simple de lo que parece. No es la elocuencia de las palabras lo que alaba a Dios, sino la fe depositada en ellas.
Podemos escuchar al orador más brillante o al maestro más erudito sin recibir palabra alguna de parte de Dios, mientras que el siervo más humilde, aquel que quizá menos impresiona según los estándares humanos, puede transmitir las mayores bendiciones.
Dios nos quiere como vasos de barro: frágiles y permeables a su voluntad. Es Él quien nos da la fortaleza y la provisión necesaria para cumplir su propósito.
Su deseo es que sus siervos—aquellos que llevan su palabra—vivan con dignidad y puedan dedicarse por completo al servicio. La provisión para ellos está en manos de quienes reciben su enseñanza. Y aun si nadie aportara para sostener a su pastor, si este obra conforme a la voluntad de Dios, puede estar seguro de que nada le faltará.
Frecuentemente medimos nuestras contribuciones según nuestros propios criterios. Al asistir a la iglesia, solemos hacer una de dos cosas: respetar el diezmo o no dar nada, casi en actitud de rebeldía.
Sin embargo, la Escritura es clara: Dios bendice al dador alegre, y cada uno debe dar conforme a lo que ha propuesto en su corazón. En este sentido, somos libres de ofrecer lo que deseemos.
Aquí es donde se revela la medida de Dios.
Si estamos recibiendo una enseñanza basada en la fe, que nos edifica y nos ayuda a crecer espiritualmente, entonces dar más debería ser una respuesta natural, pues lo que recibimos no solo nos fortalece, sino que también beneficia a nuestro entorno y nuestra familia.
Pero dar más o menos no responde a una cifra fija ni a una cuenta similar a la de los servicios básicos. Es una decisión personal, una expresión de nuestra fe.
Y si el pastor o maestro vive mejor que nosotros, no deberíamos cuestionarlo, sino examinar nuestra propia fe. Si recibimos una enseñanza que nos edifica y aun así no estamos creciendo, el problema probablemente radique en nuestra fe. Curiosamente, solemos notarlo solo cuando quien nos instruye prospera más que nosotros. La verdad es que, si caminamos conforme a la voluntad de Dios, deberíamos estar mejor.
Pablo fabricaba tiendas para evitar que los hermanos pensaran que su predicación tenía motivaciones económicas. Sin embargo, quizás debió dejar las tiendas y vivir plenamente del Evangelio, como Jesús mismo lo enseñó.
Mateo 10.9-10 A estos doce envió Jesús, y les dio instrucciones diciendo: «Por camino de gentiles no vayáis, y en ciudad de samaritanos no entréis, 6 sino id antes a las ovejas perdidas de la casa de Israel. 7 Y yendo, predicad, diciendo: “El reino de los cielos se ha acercado”. 8 Sanad enfermos, limpiad leprosos, resucitad muertos, echad fuera demonios; de gracia recibisteis, dad de gracia. 9 No llevéis oro, ni plata, ni cobre en vuestros cintos; 10 ni alforja para el camino, ni dos túnicas, ni calzado, ni bastón, porque el obrero es digno de su alimento 11 Pero en cualquier ciudad o aldea donde entréis, informaos de quién en ella es digno y quedaos allí hasta que salgáis. 12 Al entrar en la casa, saludad. 13 Y si la casa es digna, vuestra paz vendrá sobre ella; pero si no es digna, vuestra paz se volverá a vosotros. 14 Si alguien no os recibe ni oye vuestras palabras, salid de aquella casa o ciudad y sacudid el polvo de vuestros pies. 15 De cierto os digo que en el día del juicio será más tolerable el castigo para la tierra de Sodoma y de Gomorra que para aquella ciudad.
El predicador, aquel que verdaderamente anuncia la fe en Jesucristo y su obra redentora, merece recibir el sustento de quienes son edificados por su enseñanza.
Sin embargo, esto no le concede el derecho de pedir más de lo necesario ni de recibir un salario que comprometa otros aspectos del ministerio al que ha sido llamado.
Nuestra confianza debe estar plenamente en el Señor. Solo a Él debemos pedir dirección cuando se trate de dar una ofrenda. Así, Él nos dará tanto el deseo como la acción correcta, y tendremos la certeza de haber cumplido Su voluntad con paz en el corazón.